Fue en medio de la convulsión política cuando Peter Meserve llegó a Chile, junto a su esposa, en enero de 1973. Con muy poco dominio del español, el investigador estadounidense arribó para dar clases en la Universidad Católica.
En agosto de ese año, un voluntario del Cuerpo de Paz, George Fulk, lo invitó a conocer un lugar que estudiaba en el Parque Nacional Bosque Fray Jorge, en la Región de Coquimbo. Así pisó por primera vez estos parajes semiáridos con un bosque relicto en su interior.
Fulk retornaría a Estados Unidos, por lo que propuso a Meserve que continuara con su labor. Después de algunos ires y venires en plena dictadura, Meserve se presentó en 1988 en la casa de Julio Gutiérrez, quien hacía clases en la Universidad de La Serena, para contarle sobre su plan de realizar un experimento en Fray Jorge que abordara la interacción entre los roedores y sus depredadores.
En 1989 esta área protegida se convirtió oficialmente en un “Sitio de Investigación Socio-ecológica a Largo Plazo” (LTSER, por sus siglas en inglés), cobrando vida uno de los estudios de largo plazo más antiguos e importantes de Sudamérica y del mundo.
Por ello, este 20 de agosto se celebraron los 30 años desde que Fray Jorge se convirtiera en un centinela para monitorear fenómenos como El Niño y el cambio climático, y su impacto en la biodiversidad, ya sea en plantas, pequeños mamíferos, aves, depredadores y artrópodos.
Si bien este hito para la ciencia chilena comenzó a gestarse en 1973, fue hace tres décadas cuando esta área protegida se convirtió en uno de los experimentos científicos de mayor duración en las tierras áridas del mundo.
El evento, realizado en el mismo parque, congregó a los fundadores de esta iniciativa, así como a representantes de la Corporación Nacional Forestal (Conaf), instituciones científicas, comunidades locales, entre otros actores claves que han participado en el proyecto.
“Este tipo de estudios de largo plazo son notoriamente escasos en Sudamérica, y el nuestro es uno de los más extensos en este tipo de ecosistema. Este monitoreo ha permitido documentar fenómenos que ocurren después de muchos años, y nuestra mayor contribución es haber documentado numerosos años con El Niño lluviosos y períodos de extrema aridez” indica Julio Gutiérrez, científico del Instituto de Ecología y Biodiversidad (IEB) y académico de la Universidad de La Serena.
Gutiérrez detalla que “los fenómenos poco frecuentes de variabilidad climática extrema moldean los ecosistemas de manera que sus efectos pueden detectarse por muchos años después de que ocurrieron”.
Peter Meserve, quien actualmente es profesor de la Universidad de Idaho (Estados Unidos), coincide: “Para hacer este tipo de trabajo debes ser persistente, perseguir tus objetivos y no solo hacerlo, como decimos en inglés, como una ‘ciencia rápida y sucia’. Si no tuviéramos 30 años de datos, no sabríamos cosas que están sucediendo aquí en términos del clima. Para esto no hubiera bastado con tres o diez años de investigación. Necesitamos 20 años o más para notar un gran cambio.”
Para dimensionar en cifras la labor desplegada, si sumamos solamente las horas de terreno de las diversas generaciones de científicos y técnicos que han pasado por Fray Jorge, el tiempo invertido en el monitoreo ecológico de 30 años suma más de 87 mil horas, equivalente a 10 años de trabajo ininterrumpido dedicados a la colección de información.
Por otro lado, el proyecto acumula más de 2 millones de registros de fauna (aves, mamíferos y artrópodos), constituyendo una de las bases de datos más extensas del país y de Latinoamérica. Si consideramos solo a los mamíferos, se han logrado más de 600 mil registros de más de 90 mil individuos pertenecientes, al menos, a 10 especies distintas.
A esto que suma que la iniciativa ha contribuido con más de 100 publicaciones científicas a nivel nacional e internacional, gracias al trabajo colaborativo entre instituciones y al financiamiento de la National Science Foundation y del Fondo de Desarrollo Científico y Tecnológico (Fondecyt).
El levantamiento de esta información es esencial para entender y enfrentar el contexto nacional y planetario actual, marcado por la pérdida de biodiversidad y el impacto de fenómenos como el cambio climático y global.
Meserve advierte que “estamos trabajando en un sistema semiárido, donde se supone que sus especies están adaptadas a ciertas condiciones. Sí, pero hasta cierto punto. Lo que no sabemos es cuánto pueden aguantar. Esa es la parte atemorizante”.
Un oasis y el reinado del degú
La Región de Coquimbo forma parte de una de las 34 áreas de mayor biodiversidad a nivel mundial (conocido como hot spot). Pese a ello, solo el 0,37% de su superficie corresponde a áreas protegidas del Estado. A esto se suma que ha experimentado un fuerte desarrollo de industrias como la minera, agrícola e inmobiliaria.
Frente a este escenario, el parque nacional, que también fue declarado por la UNESCO en 1974 como Reserva de Biosfera, “se convierte en una ‘isla de biodiversidad’, porque está inmerso en una matriz de uso agrícola, de producción de energía, y también de minería, entonces los únicos hábitats disponibles, donde las especies pueden albergarse y reproducirse con relativa tranquilidad, están en Fray Jorge”, asegura Alejandra Troncoso, académica de la Universidad de La Serena.
Para hacerse una idea, en el parque se han reportado 440 especies de flora nativa, de las cuales 266 son endémicas de Chile, es decir, solo existen en nuestro país.
También posee al menos 227 especies de fauna, agrupándose en más de 123 especies de aves, 74 de artrópodos, 23 de mamíferos, cinco de reptiles y dos de anfibios, aunque los científicos no descartan que quede mayor diversidad por descubrir.
Si bien Fray Jorge es famoso por su bosque de niebla relicto, gran parte de la investigación de largo plazo se ha concentrado en el ecosistema semiárido (como el matorral), el cual es ornamentado por cactáceas y dominado por arbustos como el guayacán (Porlieria chilensis), la varilla (Adesmia bedwellii) y el huañil (Proustia cuneifolia).
En ese sentido, los diminutos habitantes del matorral fueron quienes inspiraron desde un inicio esta iniciativa científica: los roedores nativos. “Los mamíferos pequeños estuvieron en el centro de este estudio desde un principio”, relata Douglas Kelt, profesor de la Universidad de California en Davis (Estados Unidos), y otro de los investigadores históricos del proyecto.
El objetivo inicial era determinar los efectos de la depredación y la competencia entre especies sobre el crecimiento poblacional de roedores, así como la influencia de estos animales herbívoros sobre la vegetación.
Para evaluar las interacciones ecológicas, se instalaron 16 parcelas experimentales, de media hectárea cada una. Por ejemplo, una parcela está cubierta con mallas para evitar el ingreso de depredadores como aves rapaces y zorros, mientras que otra está diseñada para impedir la entrada de roedores.
Para tal fin se incluyen acciones como la captura, marcaje y posterior liberación de los pequeños mamíferos, además de la medición de la cobertura de la vegetación arbustiva y herbácea.
De esa forma, se ha realizado durante tres décadas el mismo monitoreo riguroso y constante de la vegetación, roedores, carnívoros, insectos e, incluso, de especies exóticas invasoras (como el conejo).
Con el paso de los años se observó que los efectos de la depredación y competencia por recursos entre especies son mínimos en comparación con el impacto que la lluvia y El Niño ejercen sobre el ecosistema.
Alejandra Troncoso explica: “El proyecto ha demostrado que los periodos de lluvia y de El Niño combinados ‘resetean’ el sistema, es decir, todo vuelve a cero, porque hay muchos recursos, nadie está compitiendo entre sí y a todos les va bien. Todos se disparan en sus tasas poblacionales, pero cuando hay sequía y aridez, la presión es tal que empieza la competencia y algunas poblaciones tienden a disminuir”.
Este hallazgo confirma la extrema fragilidad del matorral semiárido, en especial su alta sensibilidad ante la variabilidad de las precipitaciones.
Además, se ha constatado que cuando hay más lluvia, los roedores nativos aumentan en número debido a la mayor disponibilidad de flora, aunque con los años ha cambiado la dominancia de algunas especies.
Por ejemplo, el ratón oliváceo y el ratón orejudo de Darwin predominaban en el matorral hasta que, entre los años 2002 y 2003, se desencadenó El Niño acompañado de muchas precipitaciones. Fue en ese entonces cuando la población del degú se disparó, convirtiéndolo en el micromamífero más abundante del lugar hasta hoy.
La gran incógnita es lo que podría suceder con la biodiversidad en el contexto actual de grandes presiones humanas y ambientales, como el cambio climático.
Gutiérrez detalla que “según los modelos predictivos del cambio climático global, la frecuencia del fenómeno de El Niño va a verse seriamente afectada. A lo largo de nuestros 30 años de trabajo, hemos sido testigos de un aumento en la frecuencia de ocurrencia de El Niño, así como de una progresiva disminución de las precipitaciones anuales en el ecosistema”.
Esto podría desencadenar diversos problemas más allá de la biodiversidad. Las comunidades aledañas al parque no solo podrían verse afectadas por la merma de los diversos beneficios que entrega la naturaleza, sino también porque, en los periodos de extrema aridez, los conflictos entre la fauna con los agricultores o ganaderos aumentandebido a los pocos recursos disponibles.
Los depredadores se ven forzados a salir del área protegida en búsqueda de alimento, atacando al ganado vecino. También se ha visto que en periodos de sequía modifican su dieta, por ejemplo, consumiendo frutos ante la escasez de presas.
En cuanto a los mamíferos de la zona, Kelt señala: “Si el cambio climático lleva a sequías más prolongadas en el centro-norte de Chile, los degús dominarán la comunidad de pequeños mamíferos”. Esto se debería, en parte, a su expectativa de vida más larga en comparación con otras especies, así como a su capacidad de almacenar más agua en su organismo.
“Ciertamente, las fluctuaciones pueden ser muy dramáticas y de no retorno, y eso es lo que queda por monitorear. Este estudio de largo plazo significa una gran responsabilidad, no solo en lo humano y en infraestructura, sino también en el rol social que uno asume como científico”, sentencia Troncoso.
Más información: Instituto de Ecología y Biodiversidad
Fotografías: Paula Díaz Levi