Chile posee más de 4.000 kilómetros de costa y actualmente cerca del 43% de la Zona Económica Exclusiva tiene alguna categoría de protección. Pareciera, a primera vista, que la tarea está cumplida. Sin embargo, la realidad es otra. Seis expertos explican dónde hay que poner el foco para seguir avanzando en la conservación oceánica.
Esta semana hemos transitado desde un sueño malo hasta una pesadilla, debido al aumento estratosférico de casos del Covid-19 en el país y, particularmente, en la Región Metropolitana. ¿Por qué nos encontramos en esta lamentable situación sanitaria y qué podemos hacer? La respuesta a la primera pregunta, a mi juicio, es que en un país muy interconectado como Chile -y con grandes ciudades con sus particulares características estructurales y sociales-, las cuarentenas secuenciales y parciales no funcionan bien, sobre todo si duran poco tiempo.
La ecóloga que lidera la Wildlife Conservation Society en Chile dice que quienes trabajan en biodiversidad lo venían advirtiendo desde hace mucho: destruir el medioambiente tiene costos para la salud de las personas, algo que quedó demostrado en esta pandemia. Saavedra asegura que ante una recesión, la reactivación económica no puede ser a costa de la naturaleza, porque “justamente, la degradación ambiental nos ha puesto donde estamos ahora”.
Se ha escuchado a algunos líderes de opinión e incluso gobernantes, referirse a este coronavirus como un “enemigo silencioso” contra el cual hay que poner todo el esfuerzo para exterminarlo. Así, este virus es visto por algunos como algo extraño que hay que eliminar a la brevedad, para volver a nuestras vidas anteriores. Esta tragedia debe ser vista, sin embargo, como una oportunidad para darnos cuenta de que nosotros somos los responsables de esta pandemia y, por supuesto, de otras calamidades ambientales. Esto ya había sido advertido por científicas y científicos de todo el mundo.
En Chile los primeros casos de COVID-19 confirmados, datan de principios de marzo de este año, por lo que teóricamente las comparaciones relevantes en nuestro país son a partir de abril. No obstante, surge la pregunta: ¿los casos de COVID-19 detectados en marzo reflejan las primeras fechas en que aterrizó el virus en el país? Los ecólogos y botánicos, entre los cuales me encuentro, saben muy bien que detectar la primera semilla de una nueva planta exótica que entra en un país es muy difícil. Para un virus es aún más complejo, y sobre todo en el actual escenario, donde existen muchos casos asintomáticos.
Durante cientos de millones de años, las plantas han tenido la capacidad de aprovechar el dióxido de carbono del aire utilizando energía solar. La red de investigación está en camino de construir células artificiales como biorreactores verdes sostenibles. Un equipo de investigación ha logrado desarrollar una plataforma para la construcción automatizada de módulos de fotosíntesis del tamaño de una celda. Los cloroplastos artificiales son capaces de unir y convertir el dióxido de carbono del gas de efecto invernadero utilizando energía luminosa.
El continente blanco presenta una ocupación humana limitada, distribuida en alrededor de 80 bases de 29 países que albergan durante el verano austral cerca de 5000 personas (entre científicos, personal de apoyo logístico y militares), mientras que durante el invierno su población se ve reducida a unos 1000 individuos1. Los meses de verano, principalmente entre diciembre y marzo, se caracterizan por continuos ingresos y salidas de personal de las bases antárticas, pero también por una creciente actividad turística, con alrededor de 50.000 visitantes al año a través de cruceros lujosos o de vuelos organizados por compañías privadas. A partir de abril, las condiciones climáticas reducen drásticamente o impiden todo viaje hacia o desde el continente antártico, dejando aisladas las dotaciones de personas en las bases permanentes. Las bases permanentes son alrededor de 40, perteneciendo a 19 países diferentes, y distribuidas entre las islas Shetland del Sur, la Península Antártica y Antártica continental. Chile, como EE.UU., mantiene 3 bases ocupadas durante todo el año (Presidente Eduardo Frei Montalva, General Bernardo O’Higgins y Capitán Arturo Prat), mientras Argentina posee 6 y Rusia 5. Muchas de estas bases se quedan aisladas del resto del mundo durante 7 a 8 meses, hasta que los rompehielos o aviones logren reestablecer el contacto en octubre o noviembre del mismo año.
Simulación consideró variables como la edad, desplazamiento de la población y tres medidas distintas en relación con el establecimiento de cuarentenas. En ese contexto, se determinó que la más efectiva de las estrategias modeladas hasta ahora consistía en un régimen adaptativo de confinamiento. Científicos avanzan, también, en una simulación que involucra a todas las comunas del país y cuyos resultados debieran estar disponibles en los próximos días.
Hace cinco años, los investigadores del Centro de Investigación en Genómica Agrícola (CRAG) dirigido por la profesora de investigación del CSIC Paloma Mas hicieron el descubrimiento revolucionario de que los relojes circadianos en la punta de crecimiento de los brotes de las plantas funcionan de manera similar a los relojes en el cerebro de mamífero, que en ambos casos puede sincronizar los ritmos diarios de las células en los órganos distales. A partir de ese hallazgo seminal, los investigadores de plantas han estado ansiosos por descubrir la molécula mensajera que podría viajar desde el brote hasta la raíz para orquestar los ritmos. La respuesta ha sido publicada en Nature Plantspor el equipo de Paloma Mas y sus colaboradores de Japón, el Reino Unido y los EE. UU. Han identificado una pequeña proteína esencial de reloj llamada ELF4 como el mensajero requerido. Además, a través de una serie de ingeniosos experimentos, los investigadores descubrieron que el movimiento de esta molécula es sensible a la temperatura ambiente.